Estaba comentando en el blog de un chico que había hecho una
biografía sobre un jugador de futbol (Henrik Larsson) y antes de dejar
mi comentario, al poner mi mail, me recordó que yo tenía un blog.
Creo que aprovecharé la oportunidad para hacer de esto mi propio cajón
desastre. Es decir, igual algún loco o loca se pondrá a leer esto (si lo
está haciendo, gracias. Pero tengan en cuenta que igual hay cosas
mejores que hacer) pero en general quiero dejar constancia de mis
pensamientos en público.
Hay una escritora que me encanta que suele escribir es un blog cada
jueves y en sus palabras, me hace recordar algo que me apasiono siempre
en la vida.
Seguramente a alguno/a le ha pasado, o a la gente que escribe en
general vaya. Pero el sentir que alguien te lee y le has producido algo,
aunque sea 1 entre miles de miles…te llena. Es como una chispa extraña
que hace que lo que has escrito vale la pena, y mucho.
Nos quitamos las caretas señores. A mi me encanta escribir. Me
fascina crear historias, personajes y escenarios. Desde que era pequeño
las letras me llamaban. La primera vez que toque una máquina de escribir
fue a los 7 años. No sabría recordar que marca era, creo que una
Hispano Olivetti que había tenido mejores épocas. Mi abuelo solía hacer
las cartas en ella y el sonido de las teclas y el rodillo arrastrándose
era la banda sonora de los domingos por la mañana en mi casa.
Mi abuelo siempre fue un hombre serio pero cariñoso, duro pero dulce y
muy activo, muchísimo más que otro abuelo que haya conocido en mi vida.
Un día me dejo delante de la máquina y me explico como funcionaba.
El sonido de la tecla A que hacia que esa clase de pinza pintase esa
letra en el papel me encantó y por supuesto, mi primer texto fue:
“AGDFSHDGASJHDSADASHDAKDGHFGGFVKL”
Básico ¿verdad?
Ahí empezó todo. Me puse a escribir cosas sin sentido, tan solo
necesitaba escuchar ese sonido. Mi abuelo se enfadaba al ver las hojas
que gastaba, ya que los rodillos de tinta no eran baratos y yo los
malgastaba como si no hubiera un mañana. Quizás por eso el optó por
ponerle un candado a esa caja.
Años después viaje a Barcelona y deje de lado un poco las maquinas de
escribir. Era mi época de caos hormonal y sentimental. Mi creatividad
de vio limitada a la gran cantidad de tonterías que decía o escribía. Ya
sea a mis amigos o a mi vieja libreta, mi mente no dejaba de construir
ciertas cosas que con el tiempo me dí cuenta que tan solo eran parte de
un enorme guión que cobraría cuerpo años después.
Mi abuelo murió en sus camas, en sus mantas, como el tanto había
querido. No estuve allí, no pude ir a su entierro. Siendo sinceros
tampoco quería ir. Ese mismo año había muerto otra persona importante
para mí. Fue 4 meses después de que mi abuelo muriera. El se llamaba
Pablo R. Era un anciano que vivía en uno de los barrios más elevados de
Barcelona, en un discreto estudio desde el cual se podía ver gran parte
de la ciudad.
El me enseñó a jugar ajedrez y a tener en cuenta que, por mucho que no
lo deseemos a veces, estar solo puede ser la mayor condena que uno mismo
se puede imponer.
Me acuerdo de la funeraria, por la Ronda de D’alt. Fue un día
soleado. Recuerdo que falté a Clase para ir a la misa antes del
entierro. Allí estaban 10 familiares cercanos que lloraban su muerte. Yo
también lo hice. Lo que no me gustó fue la ceremonia que hizo el padre
delante de ataúd. 1 mes antes de que Pablo muriera, hablamos sobre la
muerte.
El me dijo que pensaba que todo simplemente era energía, su mente de
químico no le permitía pensar otra cosa. Siempre recordaré su portentosa
lógica. Según me dijo, para creer en dios necesitaba alguna prueba
empírica y, sin embargo, estaba siendo despedido de una rigurosa forma
católica. A veces pienso que el no hubiera querido eso.
Al salir, nos esperaban tres coches. Uno era para el cajón y otros
dos para los familiares. Me acuerdo que yo y mi madre nos metimos en el
segundo junto con la hermana de Pablo, que era idéntica a él.
Durante el caminó, las coronas de rosas que tenia a los lados el coche
fúnebre desprendía pétalos por el camino. Me quedé embobado mirándolo.
Poco después llegamos al Tanatorio de les corts. Ya lo había visitado
en otra ocasión y también visto en alguna película. Seguramente
acababan de celebrar alguna ceremonia dentro por la gran cantidad de
gente que había en la entrada. El viento de ese día me calmaba. Hasta
ese día nunca había presenciado el entierro de alguien cercano a mi,
supongo que eso me afecto más de lo que esperaba.
Allí dejamos los restos de Pablo, junto con los de su madre, la que
tanto adoraba. Mientras sellaban la tumba, me sentí como si estuviera en
el entierro de mi abuelo. Ese fue uno de los días en que pensé en que
quieras o no, te guste o no, todo tiene un final.
Cuento esto por que es parte de mi historia. Parte de mí. Supongo que
en el caso de que nadie me lea, eso podría ser una divertida charla
conmigo mismo.
Si hay alguien atrás de la pantalla, bienvenido. Y como diría alguien que leo… “cuéntame tu historia”